Por cada vez que
daba un golpe con la pesada maceta en la pared, hacía una marca en
el piso.
Había comenzado
temprano en la mañana, cuando ella apenas se había ido, y para las
tres de la tarde el escombro acumulado y el polvo envolvían casi
toda la casa.
Los perros a veces
ladraban, pero lo más audible era una especie de aullido más
parecido a un lamento que a otra cosa. El gato huyó a los primeros
golpes y no había vuelto a aparecer.
Pensó que a más
tardar para las diez de la noche habría concluído su tarea.
Quedaban unas pocas paredes para demoler y el techo no resistiría
mucho más. No se detuvo ni para atender el teléfono. Y no abrió
tampoco la puerta cuando golpearon; para no detenerse. Los hombres de
blanco que entraron y lo enchalecaron cuentan que sonreía
pacíficamente y un hilo de baba corría por la comisura de sus
labios.
Comentarios
Publicar un comentario