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GERARDO



Él era más bien gordito; alto pero gordito. Y no le gustaba nada ser gordito. Hasta que un día se propuso adelgazar por el método violento: hizo una especie de huelga de hambre por una semana; solo tomaba agua. Obviamente adelgazó muchísimo, y después lo que hizo fue mostrar su enorme fuerza de voluntad para mantenerse flaco.

Con el alcohol no hizo el mismo esfuerzo. Le gustaba tomar y no le preocupaba tanto como la panza. Una vez me dijo: “creo que soy alcohólico...veo una botella de ron y me produce una erección”.

Porque él era así, tenía una especie de motor interno que le hacía generar cosas continuamente. No se conformaba con lo rutinario, quería hacer cosas nuevas a cada rato, extrañas, fuera de lo común.

Una vez, charlábamos sentados en un murito del barrio, más precisamente en la esquina de Montero y Ellauri, y serían las tres o cuatro de la madrugada, y me dijo:

- Podríamos ir a tomar un café...tengo ganas de tomar un café.

- Bueno, dale, vamos, si querés vamos a casa…

- No, no hablo de cualquier café...lo quiero tomar en Punta del Este...y tenemos que ir en tren

Y allá fuimos. Averiguamos el horario, nos tomamos un ómnibus a la Estación Central y de ahí a Punta del Este a tomar un café.

Otra vez pasábamos por el estadio Centenario y vimos una puerta abierta. “Vamos”, me dijo. Y allá entramos. Recorrimos todo el estadio por debajo de las tribunas. En determinado momento vimos una ventana alta y me pidió que le hiciera pie para mirar. Miró y saltó enseguida, vámonos ya!!! me dijo bajito y salió corriendo. La ventana daba a la comisaría de la 9a, y lo que vio fue un montón de milicos, y estábamos en dictadura.

No siempre lo quise, hasta puede decirse que al principio lo odiaba un poco. Mi hermano y yo nos habíamos comprado unas camisas con algo peculiar que ni siquiera sé para qué era: tenían como un arito metálico en el cuello, del lado de atrás. Más tarde supe que gracias a esas camisas nos habían bautizado “los colgados”, el colgado grande era mi hermano y yo el colgado chico. Porque decían que esos aros eran para colgarnos a secar cuando nos meábamos o algo así. Y Gerardo más de una vez me gritó “colgado” a escondidas, en medio de otros amigos del barrio.

Yo por ese entonces era todavía un pajuerano recién venido a la capital y no me juntaba con montevideanos mal hablados; yo venía del dale tú que te toca a ti y a mucha honra, y además era un chúcaro insufrible, más tímido que la timidez.

Pero fue justamente él, Gerardo, quien poco a poco me fue civilizando y metiéndome en la barra. Es que no había cosa que no se propusiera y la llevara a cabo.

Una de las cosas que se propuso fue hacerme leer de nuevo. Yo había sido un gran lector de chico; había devorado en su momento cuentos populares rusos, aquella colección que había comprado mi padre, en la que estaban Ben Hur, La isla del tesoro, De la tierra a la luna, Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, en fin...maravillas, pero por alguna razón hacía años que no leía nada. Gerardo insistió pacientemente, y un día directamente me trajo un libro a casa y me dijo: “solo te pido que leas esto; si después no quieres seguir leyendo no lo hagas, pero te apuesto que cuando me lo devuelvas me vas a pedir otro”. Y así fue. El libro era La colina de Watership, una novela de Richard Adams, una historia de conejos. Le pedí otro, y otro, y otro, y hasta ahora no he parado de leer.

Una vez discutimos pelotudeces en un boliche, el Rossell, frente al hospital, cosas del alcohol seguramente. Gerardo me dijo que algún día teníamos que agarrarnos a trompadas así se nos iban las pavadas. Yo le dije: “¿por qué no ahora?”

Y allá nos llevó otro amigo que estaba con nosotros a pelearnos en la rambla, donde termina Bvar.Artigas. Que por qué la rambla? Y yo que sé. Cuando llegamos y nos bajamos, Gerardo me dice: “dale, vos primero”. Su planteo era una pelea rara, yo le tenía que pegar primero, pero él no se defendía, tenía los brazos colgando a los lados del cuerpo. Yo, o el alcohol, no sé muy bien quién fue, lo perdí de una trompada y Gerardo cayó al suelo desparramado. Se paró y me dijo: “bien...ahora me toca a mí”. Yo hice lo mismo, no podía ser tan tarado de defenderme de su piña, aunque claro, cerré los ojos. Y Gerardo me dio un beso y me dijo: “te quiero demasiado, no te puedo pegar”. Fue la peor piña que recibí en mi vida.

Otra cosa que se propuso fue que yo volviera a estudiar. Le llevó muchísimo tiempo. Era una especie de lima, cada tanto salía con el tema: “tenés que volver a estudiar, estás desperdiciando tu vida, no te cuesta nada, sos inteligente, estás a tiempo, no seas pelotudo”; palabras más palabras menos (muchas más desde luego). Yo había terminado cuarto año de liceo, y cuando empecé quinto eran más las veces que iba a tomar una cerveza al boliche de la esquina, que las que entraba a clases, así que un día les dije a mis viejos: no quiero seguir estudiando. Y no fui más. Diez años después, Gerardo obtuvo su primer éxito en esta batalla particular: “está bien, pero no pienso ir a clases, voy a dar exámenes libre”.

El primer examen al que me presenté fue al de filosofía. El tema que me tocó fue “El ser y la nada”. Me faltó la parte del “ser”, pero la “nada” me quedó preciosa, entregué la hoja en blanco. Ahí decidí que sin ir a clases no iba a poder ser. Me anoté en el nocturno del Dámaso.

Gerardo no me perdía pisada, me ayudaba con los estudios, me acompañaba a buscar los resultados de los exámenes, en fin.

No tuve mayores problemas, terminé quinto y sexto como si nada y me recibí de bachiller.

Bueno...sí...problemas hubo...sin ir más lejos, me casé con una compañera de clase. Problemita y pico.

La cuestión que terminé y le dije a mi amigo:

- Listo, estás contento? Terminé el liceo.

- No, para nada, esto solo fue el comienzo, ahora a la facultad.

- Oíme, yo no quería estudiar, no hay nada que me guste, y vos querés que yo vaya a la facultad? Estás loco de remate.

- Algo te tiene que gustar. Mi madre trabaja en el MEC, allí hacen unos test, le voy a pedir que te hagan a ver qué pasa.

Y el test se hizo. Y yo tenía razón: no me gustaba nada. Bueno...en realidad no tan así...lo que dijo mister test era que a mí me gustaba todo, y que por eso me costaba elegir algo. Más o menos eso dijo. Y eso no amilanó para nada a Gerardo, que arremetió nuevamente:

- Bueno, no pasa nada, hiciste orientación Derecho, así que vamos a la facultad de Derecho a averiguar qué carreras hay y alguna te va a gustar (había que ir, no había nacido todavía Mr.Google para preguntarle).

Y allá fuimos, y preguntamos por las carreras.

- De todo esto lo único que me puede llegar a gustar es Relaciones Internacionales – le dije-.

- ¿Por?

- Porque es lo que leo en el diario (El Día) que compra mi padre; me voy a las páginas finales, las de política internacional, eso me gusta, es interesante.

- Bien, hecho, te anotas en Relaciones Internacionales que es lo que te gusta, y en Abogacía que es lo que te va a dar de comer.

- Oíme pedazo de animal, yo no quiero estudiar y vos querés que haga dos carreras a la vez?

- Sí, claro, muchos lo hacen, y muchos que son menos inteligentes que vos. Muchas materias son comunes a ambas carreras, no vas a tener problema ninguno.

Salimos de la facultad con este señor que les está contando, anotado en dos carreras.

Y efectivamente, no tuve ningún problema.

Cuando cursaba segundo año, Gerardo se recibió de contador. Poco tiempo después consiguió su primer trabajo. Me invitó a salir para festejar su flamante empleo, pero yo recién me había divorciado, estaba muy deprimido y sin ánimos para festejar nada, así que no fui.

En la madrugada, cuando volvía de festejar...a dos cuadras de mi casa...un accidente de tránsito terminó con la vida del mejor amigo que he tenido.

Por eso estoy llorando. Por eso.





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