Ir al contenido principal

ÉL, YO

Desperté hoy con tremenda resaca. Sin duda había bebido mucho anoche, aunque no recordaba haber pasado por el almacén a comprar el vino.

Sobre la mesita de luz había dos cajillas de cigarrillos vacías y arrugadas, y una a medio terminar, además de un cenicero lleno de colillas.

Estoy delirando –pensé- tengo que dejar el maldito vino de una vez por todas. No podía entender que hacían allí esos cigarrillos, ya que yo había dejado de fumar hacía más de veinte años.

Me levanté de la cama con lentitud, acosado por el mareo, y pasé por la cocina a tomar mi pastilla para la hipertensión. Sobre la mesada estaba una botella de whisky totalmente vacía.

Yo tomo vino –me dije- ¿qué hace esta botella aquí?

Fui al baño a darme una ducha, necesitaba despejarme o me volvería loco.

El agua me hizo bien. Ahora necesitaba un cigarrillo. Prendí uno y volví al baño a peinarme y lavarme los dientes. Con el pucho colgando de los labios, tomé el peine y procedí a acomodarme el cerquillo que me caía sobre la cara.

Cuando ya salía del baño, quedé petrificado. El cigarrillo cayó de mi boca que se había abierto en una mueca de asombro. Volví sobre mis pasos y me miré nuevamente en el espejo, y lo que vi me dejó helado. No era yo el que estaba del otro lado del vidrio. Con mi mano toqué mis mejillas como para confirmar que era el espejo y no la foto que tengo sobre el escritorio, pero el espejo me devolvió mis movimientos. De manera que si no estaba delirando, yo no era yo, yo era el cantor popular más grande que haya dado mi tierra: Don Alfredo Zitarrosa.

Alelado, volví a la cama y me tomé la fiebre. Estaba normal. ¿Qué podía haber pasado? ¿Me había transformado realmente en Zitarrosa, o era mi mente que había desquiciado por completo? No había muchas posibilidades, era una o la otra. ¡No puede ser! –casi grité-. Me levanté y volví al espejo, y allí estaba él, o yo, Alfredo Zitarrosa. Lo miré –me miré- fijamente a los ojos, y comencé lentamente a entonar una milonga

“Milonga en do, canto menor
¿Cuántas canciones nacieron con tu emoción?
Dulce milonga, enamorada de todo
Como una planta crece en la garganta
Nace tu flor sin color en cualquier corazón
Perfume de otra canción”

Alfredo me cantaba desde el espejo con su voz increíble. Le sonreí - me sonreí- nos sonreímos, y eso fue todo lo que necesité. No importaba demasiado de qué se trataba. Eso fue lo que decidí. Si el espejo insistía en que yo era Alfredo, iba a ser Alfredo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero además, y más importante aún: ¿Qué otra cosa podía desear que ser el cantor que más había admirado toda mi vida?

Sonó el teléfono y atendí. Era Hilario.

-Alfredo…¿estás fresco?

-Como siempre

-Sí claro…acordate que esta noche tenemos el tablado en 8 de octubre.

-Sí, nos vemos ahí, seguile dando a ese acorde hasta que salga perfecto, no me hagas macanas.

-Nos vemos.

Una prueba más por si la necesitaba: mi guitarrista me llamaba por teléfono, y además, recordaba perfectamente que teníamos la actuación esa noche. Yo era Alfredo, Alfredo era yo.

Cuando llegamos al tablado, el dueño me llamó aparte y me dijo lo siguiente:

-Zitarrosa, tengo que decirle que no voy a poder cumplirle con lo acordado; los números no me están dando, y solo voy a poder pagarle la mitad.

-No se haga ningún problema.

Lo que habíamos acordado –lo tenía perfectamente claro- era que iba a cantar siete canciones por la suma de diez mil pesos.

Subimos al escenario y comenzamos el espectáculo tal como lo teníamos planeado. Cuando íbamos por la mitad de la tercera canción, paré de cantar. Hilario y los otros me miraron asombrados pero también pararon sus guitarras. Yo me dirigí al público y les expliqué:

-Queridísimo público, tengo que decirles que al llegar a este lugar nos enteramos que quien nos contrató, por siete canciones, nos iba a pagar la mitad. De manera que si nos pagan la mitad, cantamos la mitad. Pero de acá nos vamos al boliche de la esquina –están todos invitados- y allí cantaremos gratis, no solo lo que quedó sin cantar en este escenario, sino todo lo que ustedes manden, porque son ustedes los dueños de nuestro canto.

Y así fue, hicimos boliche hasta las dos de la mañana.

Ahora quiero dormirme pero me da vueltas en la cabeza una canción para mi hija, Carla Moriana…

“Dulce niñita dormida
¿Con quién soñarás?
Tu carita encendida
¿A quién mirará?”

Mañana la sigo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

DIGNIDAD

  Asomó la cabeza a la esquina y no vio a nadie, así que dobló y se mantuvo contra la pared avanzando muy lentamente. En el primer saguán se metió para adentro y se quedó en completo silencio. La lluvia continuaba y su impermeable ya estaba completamente inútil, necesitaba un respiro. De todas formas, su presa aún no aparecía. Tenía apenas una señas, y con eso se las debía arreglar. Se trataba de un hombre joven, tal vez de entre 30 y 50 años, morocho o castaño, no estaba muy claro. El mismo había pasado por esas etapas. Tuvo alguna vez el pelo rubio, cuando era muy pequeño, y bien lasio. Luego fue morocho y enrulado, y ahora era canoso. No le habían podido dar más señas que esas. Posiblemente llevara barba, y tal vez usara lentes. Dejó pasar cinco minutos y asomó lentamente la cabeza. Un hombre acababa de girar en la otra esquina. No podía ser otro que él. Salió y apuró el paso haciendo caso omiso a la lluvia. Al llegar a la esquina se detuvo y miró disimuladamente. El hombre estaba

GERARDO

Él era más bien gordito; alto pero gordito. Y no le gustaba nada ser gordito. Hasta que un día se propuso adelgazar por el método violento: hizo una especie de huelga de hambre por una semana; solo tomaba agua. Obviamente adelgazó muchísimo, y después lo que hizo fue mostrar su enorme fuerza de voluntad para mantenerse flaco. Con el alcohol no hizo el mismo esfuerzo. Le gustaba tomar y no le preocupaba tanto como la panza. Una vez me dijo: “creo que soy alcohólico...veo una botella de ron y me produce una erección”. Porque él era así, tenía una especie de motor interno que le hacía generar cosas continuamente. No se conformaba con lo rutinario, quería hacer cosas nuevas a cada rato, extrañas, fuera de lo común. Una vez, charlábamos sentados en un murito del barrio, más precisamente en la esquina de Montero y Ellauri, y serían las tres o cuatro de la madrugada, y me dijo: - Podríamos ir a tomar un café...tengo ganas de tomar un café. - Bueno, dale, vamos, si querés vamos a casa