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MONTEZUMA


 

Querido Carlos:

 

Me pides que te cuente como la estoy pasando en gringolandia. Y ¿qué te puedo decir? Me va bien, si tenemos en cuenta a qué vine, es decir, a hacer dinero con el cual pagar las cuentas que ahí no puedo pagar porque no tengo trabajo, y si lo tuviera no podría vivir con lo que me pagarían.

Ese es un aspecto de la cuestión, y no tiene demasiada importancia como para contarlo, ya que tú y todo el mundo saben cómo es esto aquí: hay trabajo y se gana bien.

Pero seguramente lo que tú querrías saber es cómo me siento; lo que pasa por dentro y no lo que pasa por fuera. Te conozco y nos conocemos, y nuestra amistad se basa justamente en eso, en nuestro mutuo conocimiento y en la importancia que le damos a la vida interior.

Entonces ahí voy, al grano.

Creo que la mejor forma de mostrártelo es con la imagen del metro (o subway como le llaman acá). El metro de Nueva York es el más grande de Estados Unidos y uno de los más grandes del mundo, y es un paisaje en el que vale la pena detenerse para darse cuenta de dónde uno se encuentra. Ayer mismo, mientras viajaba a mi trabajo pensaba en estas cosas.

La fauna que te encuentras ahí abajo es, claro está, la misma que existe arriba, pero la ves como mucho más concentrada. Gente metida dentro de sí misma o dentro de sus celulares, enchufada a la realidad virtual a través de la vista y de los oídos, con ojos cerrados y auriculares abiertos. Se nota en muchas de las caras como una especie de miedo, o eso creo. Es probable que sea eso, porque han ocurrido y ocurren de todo tipo de tragedias en el metro.

Pero como te decía, ayer cuando iba rumbo al trabajo, se me ocurrió que la diferencia fundamental era el idioma. Porque la gente no se diferencia en mucho de otra gente en cualquier parte del mundo. Si ahora estuviera en Caracas, o en Buenos Aires, y si el idioma que escuchara fuera el español, no me sentiría tan ajeno, tan sapo de otro pozo.

Mi hermano, que como sabes vive acá desde hace más de treinta años, me dijo alguna vez: perteneces a este lugar cuando empiezas a pensar en inglés, cuando ves un coche y no piensas que es un coche sino “a car”. Y como yo no entiendo ni media palabra del inglés (bueno, alguna que otra, lo básico para comunicarme), no puedo sentir más que una especie de desasosiego interior, como si estuviera en otro planeta.

Recordé un fragmento que viene a cuento, y que casualmente la extraigo del libro que me prestaste de Alejo Carpentier: Concierto Barroco.

El indiano que anda en Europa y luego de ver la ópera Montezuma, dice: “…hoy, esta tarde, hace un momento, me ocurrió algo muy raro: mientras más iba corriendo la música del Vivaldi y me dejaba llevar por las peripecias de la acción que la ilustraba, más era mi deseo de que triunfaran los mexicanos, en anhelo de un imposible desenlace, pues mejor que nadie podía saber yo, nacido allá, cómo ocurrieron las cosas. Me sorprendí a mí mismo, en la aviesa espera de que Montezuma venciera la arrogancia del español”. Y luego agrega: “Y, de pronto, me sentí como fuera de situación, exótico en este lugar, fuera de sitio, lejos de mí mismo y de cuanto es realmente mío…”.

Creerás que estoy loco, pero algo de eso fue lo que me ocurrió ayer en el metro. Era como si estuviera viendo una obra de teatro, como si fuera meramente un espectador que no participaba más que como eso en un espectáculo que no tenía más remedio que ver. Me sentí “exótico”, “fuera de sitio”. Y debo decirte que sentí algo de angustia. Mi otro yo me hablaba al oído y me preguntaba: ¿qué estás haciendo acá? ¿Por qué no estás con tu familia en tu país, con tus amigos?

Porque luego Carpentier (el personaje) dice: “A veces es necesario alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca”. Y es tal cual; ahora valoro mucho más las cosas que me pertenecen y que están ahí, y que son inmateriales.

No te aburro más amigo mío. Te mando un gran abrazo para ti y tu familia. Nos veremos pronto en nuestro sitio: ahí.

 

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