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LOBIZÓN

 

Me comentó aquello sin que se le moviera un pelo, mientras armaba su tabaco con una parsimonia que hacía pensar en un artesano cuidando su más exquisita obra de arte. Cuando hubo terminado su tarea con un rápido lengüetazo, lo miró serio y lo encendió; luego escupió hacia un costado y me dijo: acá lo que se da mucho es el lobizón.

Mi pregunta había sido sencilla: ¿y es tranquilo por aquí? Hacía poco más de un mes que me había mudado a aquella chacra y era la primera vez que me acodaba al mostrador del boliche para comenzar a conocer a los vecinos.

Los demás ni me habían mirado, permanecían con sus miradas fijas en sus copas, salvo los dos que rodeaban el  billar y ni siquiera habían escuchado, ensimismados en las jugadas de una carambola reñida.

El que se interesó enseguida en la charla fue un hombre levemente pelirrojo, bajo pero fornido, que se presentó como Gutiérrez, esquilador, y que preguntó a su vez: ¿usté tiene oveja?

-Tengo. Solo una, es mi cortadora de pasto; muy económica, el combustible que utiliza es el propio pasto, cero mantenimiento. Cuando llegue noviembre lo voy a llamar para esquilarla.

-Sí, es lo que tiene –intervino el que había hablado de lobizones, que después supe que se apellidaba Hernández. Un lugar tranquilo como cualquiera, pero a Cipriano se le ocurrió tener siete hijos, y el último le salió machito. Lindo gurí, estudioso, pero tiene eso.  Y  cuide la oveja,  el lobizón  es gustoso   de los  lanares.                                                                 

Ahora el que se distraía era yo. Pensaba en aquella noche que volvía de la ciudad a dónde había ido a ver una película cualquiera para matar la soledad. Al volver, y casi enseguida de salir de la ruta de asfalto y tomar el camino de tierra hacia la chacra, había visto un muchachito caminando y paré para ofrecerme a llevarlo. Es algo que aprendí de esta gente de campo; si ven a alguien caminando por la ruta se ofrecen a llevarlo. Me pasó muchas veces que salí en mis caminatas diarias.

El muchacho aceptó la invitaciòn y subió al coche. No iba muy lejos, apenas a un kilómetro y medio de donde lo recogí, así que no charlamos demasiado. Me dijo que se llamaba Ercilio, Emilio o algo muy parecido, y que estaba estudiando carpintería. Le dije que yo tenía un taller y que pasara cuando quisiera.

Lo dejé en la entrada de un camino que llevaba a una casa humilde casi oculta por unos cuántos paraísos. Nos dimos las buenas noches y arranqué; unos metros más adelante observé por el retrovisor pero ya no lo vi.

-Y dígame una cosa –pregunté ahora al de los lobizones-¿cómo se llama el hijo de Cipriano? ¿se puede saber?

-Se llama Basilio el gurí…va a ser carpintero…le gusta.

Ahí fue que recordé que al mirar por el retrovisor lo que vi fue un perro negro que miraba la luna, y que casualmente era llena.

Solo unos días  después  de la conversación  en el boliche volví a ver a Basilio. Pasó por el taller a buscar una madera para hacerle un regalo para el día de la madre, una tabla de picar carne. Como al pasar le dije:

-qué contenta estará la vieja  con  tanto regalo ¿no?

-no, qué tanto, es esto nomás lo que le voy a regalar.

-bueno, pero tus seis hermanos le irán a regalar algo también, ¿no?

-¿qué seis? Yo soy solo nomás, no tengo hermanos.

Medio sorprendido por la respuesta, agarré una tabla de pino, puse la medida en la sierra y antes de prender la máquina me volví y le pregunté a Basilio:

-Por casualidad, ¿conoces a Hernández?

-¿Cuál Hernández?

-Creo que vive allá en la curva después del monte, bien en la loma, eso creo.

-Sí, pero ¿cuál de ellos?, porque son siete hermanos.

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