Estamos en este amplio y silencioso parque , un lugar tranquilo, con olor a butiá, bajo unos árboles nativos, una aruera y un coronilla nos miran curiosos.
Tenía grabada en mi mente la imagen de este hotel-parador, un edificio bajo, construido con las piedras del lugar, al igual que el fortín que está enfrente. Sabía que los viejos habían pasado acá su luna de miel, pero jamás había entrado.
Me da por pensar , bajo este sol hermoso de otoño, en aquel turquito Isaac que trajeron allá por 1934 en un barco lleno de inmigrantes, a los ocho años desde la lejana Esmirna.
Por ese mismo año fue que Higinia y Atanasio traían al mundo en pleno diciembre a Luz Brenda, por acá mismo, por los pagos de Rocha.
Ella se fue a Montevideo porque quería ser nurse, y él estaba allí estudiando medicina. Se conocieron, se enamoraron y se casaron un 13 de noviembre de 1954. Nada fácil siendo él de familia judía y ella no. A partir de allí, también nosotros, los que estamos aquí, pasamos a formar parte de su historia.
Lo que importa es que a todos nos parece una historia feliz. Porque formaron una familia increíble, porque los quisimos mucho y nos quisieron más, y porque nos enseñaron a ser buenas personas, y a querernos entre nosotros.
Ahora estamos con ellos aquí, en el Parador San Miguel, a poca distancia del Chuy, y solo falta Daniel, aunque igual está con nosotros a pesar de estar a miles de kilómetros.
Temprano en la mañana nos habíamos juntado en el Cementerio Central. Mamá había sido cremada hace un año –esa había sido su voluntad- pero faltaba hacer lo mismo con los restos de papá. Una espera demasiado prolongada, en un lugar inhóspito y con olor a jabón (tal vez solo alguna asociación de ideas, pero ese es el olor que sentí ahí).
Tarde en la mañana teníamos ambas cenizas en sus cajas, y partimos rumbo a San Miguel. Había pasado por la puerta cientos de veces, sobre todo en mi infancia, en los viajes desde Cebollatí o Lascano a La Coronilla cada verano, en donde pasábamos las vacaciones en casa de los abuelos.
Ahora todos tomamos algún puñado de cenizas, y las juntamos sobre las piedras, bajo estos árboles, en la paz de este parque.
Ya los habíamos despedido antes, desde luego, pero ahora es diferente, los lloramos a los dos juntos. Tristes, muy tristes, pero contentos. En algún lugar, ellos están abrazados y mirándonos sonrientes, orgullosos de sus hijos.
Como me dijo Daniel ayer desde el norte: “Es una cosa rara saber que mamá ya no está y saber que los dos ya no están. Es como que quedamos nosotros desamparados o algo así. Pero que le vas a hacer. El ciclo de la vida continúa. Empezamos a morir el día que nacimos”,
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