Nos quedamos de encontrar en la rambla. El verano estaba precioso, y las noches se disfrutaban a pleno ya desde la puesta del sol y hasta muy tarde.
Nos conocíamos desde hacía tiempo, pero solo en forma virtual; alguna charla esporádica, algún chiste festejado por ambos, un comentario sobre música o poesía, la vaga mención a la común soledad, y nada más.
Bueno, nada más no, en realidad algo más había, algo que ninguno de los dos se animaba a mencionar, vaya a saber por qué. Por lo pronto lo que había de mi lado era miedo. No podía pensar en él sin sentir una especie de pánico. No miedo a él, por supuesto. Era miedo a las famosas mariposas en el estómago. Yo no quería mariposas. Las mariposas siempre terminaban en gusanos, al revés que en la naturaleza. Gusanos que me comían por dentro, me vaciaban el vientre y me lo secaban. No había tenido suerte con las mariposas. Tenía que encontrar la forma de sentir gusanos que luego se transformaran en mariposas, como tiene que ser.
¿Sería que lo que me provocaba este hombre eran gusanos en las tripas?
Él tampoco me daba señales claras, más bien era yo que me las fabricaba. Pero creo ser capaz de percibir cuando alguien está interesado en algo más que una charla sobre música o poesía.
Aunque había cosas que no me cerraban. No me pregunten qué porque no sabría decirlo. Sentía que él podía estar interesado en mí, no era un imposible. No soy fea, tampoco un modelo de belleza, por cierto, pero supongo que aún con cierto encanto para atraer a los hombres. Soy culta, igual que él, y puedo mantener una charla agradable y amena. En la cama no soy una hembra volcánica, pero puedo producir placer y soy capaz de gozar mucho si se trata de hacer el amor y no solo de coger.
De manera que estaba segura de que si la “relación” se encaminaba por otros rumbos yo no me iba a sentir cohibida. Pero ahora se había dado, y me había costado mucho decidirme.
Un día me dijo como bobeando: “estaría bueno conocernos en persona un día de estos”. Mi respuesta fue totalmente zafada, hasta yo me sorprendí: “Ya estaba pensando que nunca me lo ibas a proponer”.
Hasta ahora me pregunto por qué le dije eso. Bueno, en realidad sí lo sé, porque era lo que realmente estaba pensando. Pero esas cosas no se dicen así nomás, es como si una retrocediera un casillero. Él podría pensar que yo me estaba regalando. Pero bueno, se lo dije, y su respuesta me generó los dichosos gusanos: “es que tenía miedo; miedo a que por apresurarme pudiera perderte, y no me hubiese gustado perderte”.
La cuestión que yo le dije “no, no hubiera estado bueno perdernos, a mí tampoco me habría gustado”, y ahí la cosa se fue deslizando por los carriles habituales en este tipo de casos.
Debo confesarlo, yo estaba en las nubes. Eran sentimientos encontrados; por un lado feliz, con mariposas o gusanos, tanto da, pero feliz como una adolescente enamorada por primera vez. A mi edad iba a tener una cita con un tipo que me fascinaba, inteligente, atractivo, culto; pero por otro lado, lo que dije antes: miedo, mucho miedo a que todo terminara como siempre, al retroceso de las mariposas que se transforman en gusanos.
Jugué una carta más. Le dije que el encuentro tendría una primordial razón de ser: él me leería un poema suyo y lo comentaríamos. Luego veríamos. Él estuvo fascinado con la idea, parecía un niño feliz.
Una hora antes del encuentro, me di una ducha; busqué mis mejores pilchas y estuve un buen rato frente al espejo. Todo estaba en orden.
Me senté en el sofá y agarré el celular. Busqué su número y escribí: “Lo siento, me arrepentí, no me esperes”.
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