Miraba
fijamente el papel entre sus manos. Era tan solo una hoja pequeña,
del tamaño que suelen tener las recetas médicas. Hacía un buen
rato que lo miraba, aunque su mente se encontrara lejos de allí.
Eran curiosos los caminos por donde se había trasladado al leer esa
dirección que con desprolijidad había anotado su secretaria, y
adonde se tenía que dirigir sin demora.
Misiones
1268. No era una dirección cualquiera. Había vivido en tantos
lugares. Según sus cálculos, se había mudado unas catorce veces en
su vida. Diferentes barrios, distintas ciudades, casas grandes y
antiguas, apartamentos estrechos en edificios abarrotados, pero solo
conservaba en su memoria la dirección exacta de esa casa: Misiones
1268. Sin duda porque allí había vivido sus mejores años, los
tiempos de la túnica y la moña, de las meriendas con los amigos, de
las travesuras. Y claro está, también la época de algunas
tristezas olvidadas (¿olvidadas?).
La
asociación de ideas lo llevó a un cuento de Cortázar que había
leído pocos días atrás: Casa tomada. Recordaba como comenzaba el
cuento, como si ahora mismo lo estuviera leyendo, porque le había
traído los mismos recuerdos de ahora: “Nos gustaba la casa porque,
aparte de espaciosa y antigua, guardaba los recuerdos de nuestros
bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia”.
Era eso sin duda. Porque una casa es una casa; una determinada
cantidad de habitaciones, puertas y ventanas, techo y piso. Lo que la
hace especial, es la vida que le ponemos dentro -se dijo-.
Y
por eso me siento así, en esta dulce melancolía, ahora que por una
travesura del destino tengo que ir a esa casa de Misiones 1268.
- El
niño!! ya debería estár allá!!
Se
levantó como impulsado por un resorte, se puso el saco y tomó el
maletín, saliendo del bar a toda prisa.
No
necesitó consultar un plano para llegar al lugar; si bien hacía ya
muchos años que se había marchado. Todo estaba prácticamente
igual. Algunas fachadas habían sido pintadas, pero el conjunto se
mantenía tal como lo había visto desde el caminón de la mudanza,
hace ya ¿cuántos, treinta, cuarenta años? Y sin embargo, solo por
el número pudo ubicar la casa. El muro alto con un portón de chapa,
ya no estaba, y había sido sustituído por una reja, y a la entrada,
en lugar de aquella mano de hierro que había que golpear, se había
instalado un portero eléctrico. Pulsó el timbre y esperó, mientras
su mente seguía viajando. ¿Quién le abriría la puerta? ¿Angélica,
la vieja empleada? Se sonrió ante lo descabellado de la idea.
-
Adelante doctor, lo estábamos esperando
Un
niño asomó de pronto por el extremo del corredor, al parecer con
intenciones de salir a la calle, pero al verlo se detuvo un brevísimo
instante, giró sobre sí mismo y desapareció por la puerta de la
derecha como avergonzado. Lo conozco -pensó-, estoy seguro que lo
conozco.
Si
nada ha cambiado, esa puerta, la de la derecha, conduce a lo que era
la sala de espera, no hay duda, y que la de la izquierda daba al
consultorio de papá. Esta ya no es aquella enorme sala de espera con
piso de madera, sino un living confortable, en donde hasta el techo
ha bajado hasta ponerse a una altura en que se puede tocar con la
mano con un pequeño salto.
En
el camino pasaron por el que había sido el dormitorio de sus padres,
volvió a ver al niño. Estaba de espaldas y hablaba con dos mayores,
que sin duda eran sus propios padres, no los del niño. No quiso
interrumpirlos, y una leve angustia le hizo oprimir el pecho, al
encontrarse en ese dormitorio. Cuántas veces se había despertado en
medio de la noche con esa misma sensación que experimentaba ahora, y
se había pasado a esa cama grande, que con solo su aroma le llevaba
la calma que necesitaba.
Siguió
el rumbo que había tomado la señorita que le abrió, y volvió a
ver al niño que atravesó el comedor hacia el patio. Al pasar, miró
hacia afuera y allí estaba el viejo aljibe.
-
Espero acá -le dijo a la muchacha.
De
la cocina venía un leve aroma a rosas. Nunca había oído hablar, y
menos conocer a alguien que hiciera lo que vio hacer a su abuela
paterna en esa cocina: dulce de pétalos de rosas.
El
niño ahora estaba bajo el parral. Una niña iba y venía en la
hamaca que colgaba de allí, y el niño la miraba fijamente. Era
obvio que le miraba la bombacha cuando su pollerita se levantaba al
elevarse. La niña de pronto se fue, y él ocupó su lugar en la
hamaca. Apenas se balanceaba, los pies cruzados y la cabeza gacha. Se
bajó, puso las manos en los bolsillos y pateó una piedra. Se subió
a la higuera y allí se quedó, mirando al cielo.
Miró
hacia la plaza y le pareció que en cualquier momento aparecería el
ómnibus de la ONDA. Consultó su reloj, se quitó los lentes y secó
sus ojos con el puño de la camisa; luego, volvió a tocar el timbre.
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